22 nov 2008

Hoy estoy apesadumbrado. Mi caminar no es el mismo que el de ayer: deambulo famélicamente, desvaneciéndome sobre las baldosas sucias de las veredas angostas. Las caras que avisto desde mi rencor no me demuestran alegría. En casa no me espera sino un poco más de soledad. Necesito conocer a alguien para sentirme en sintonía. Pienso que si Silvio Astier hubiera sido real y contemporáneo lo hubiera conocido en Comodoro. La madurez se va transformando en una embalsamación a la que temo y donde no me gustaría estacionar. Es inevitable, aunque la única posibilidad que vislumbro es una posible frescura, mantenerme a tono refugiado en cierta espontaneidad. Los libros no me devuelven otra cosa que no sean preguntas. Sospecho que esto no cesará nunca más. Está bien. Quizá en unos años o cuando me acerque a los treinta o dos días después de cumplir veinticinco una porción milimétrica del universo estará un poco más asimilada por mí. Y eso es quizá lo que me permita seguir adelante, con las preguntas de siempre en la mochila, reformuladas, distorsionadas o un poco más avanzadas, en el escenario donde el procedimiento sólo se refleje en el tiempo.

19 nov 2008

1

Las ideas parecieran atropellar la miseria apenas nacen. Se topan inconcientemente con la desgracia. Así nacen: podridas, con una fuerza que no es fuerza, con un destino muy cierto. Se mueven y fluyen con una voluntad de muerte demasiado exasperante.

El tiempo es otro en la noche. Mientras todos duermen Darío está blasfemando contra todo y todos. Cuando se acuesta, todo termina. Algo pasa, entre medio de los sueños, entre esas horas muertas. Darío no sabe qué, simplemente hace años que no recuerda ningún sueño. No sabe si en ese ínterin algo pasó, algo se modificó en él. Quiere pensar que sí. Pero termina dudando, como hace con todo.

Los movimientos físicos de Darío son interpelados por un signo de interrogación. El signo se cruza, lo hace tropezar, caer, volver a levantarse. La incertidumbre adictiva y repugnante como proceso regulador en la supuesta carrera de vida.

Ya no es tiempo para el humor. Ya mucho tiempo gastó Darío en el refugio de la sonrisa hacia las miserias familiares y a las desgracias del ser humano. Ya es tiempo de vislumbrar algo nuevo para seguir en pie.

2

En Don Torcuato mi viejo le pidió el Renault al tío Estobar en la mañana del domingo. ¿A qué hora más o menos el asado?, le dijo Padre, y Estobar contestó que como a la una. Decidió ir a visitar a su madre a Villa de Mayo. Le dije que lo acompañaba. Fuimos y no estaba. Seguramente está en el Salón de los Testigos, dijo mi viejo. Y tuvo una buena idea: ir a lo de Adín, un amigo del que, por lo menos en mi infancia, escuché mucho. ¿Y sabés si sigue en el mismo kiosco que cuando vos te fuiste?, le pregunté. Dijo que seguramente y partimos. Estaba Adín y Elena, la esposa. También llamaron a Claudio y apareció de pronto una prima de Elena y después una del barrio que sólo recordó a mi viejo cuando le dijeron que lo apodaban “Flaco”. Rememoraron anécdotas, se habló de quiénes estaban enfermos y quiénes no, de quiénes murieron. El último había sido un muy amigo de Elena del que mi viejo no recordaba nada –aunque se esmeró y todos los presentes hicieron esfuerzo por detallar anécdotas con él de hace más de veinte años. Elena contó que no daba más. Depresión, depresión, no aguantó, repetía Elena. Le hicieron una muy fea. Lo mataron señalándolo. Se puso un poco mal y creo que empezaron a hablar de otra cosa. No aguanté la curiosidad y pedí que me cuenten. Resulta que a Sandro lo dejaron solo. La mujer se le fue con uno y parece que se le reían. Que lo llamaban y lo jodían. La misma ex mujer y el nuevo esposo. Y la familia de éste nuevo hombre en la vida de la mujer con la que Sandro estaba se mantenía en sintonía con la hijaputez. Y colaboró haciendo carteles donde acusaban a Sandro de cornudo. Con un dibujo y todo, dijo Elena, no sabés lo mal que estaba Sandro, yo no lo podía creer. Colgaron un pasacalle, también, y acá en la peluquería pegaban carteles. Lo jodían por teléfono, se tuvo que cambiar de teléfono, remató Elena. Claudio, pensando en Jesús, dijo algo como que el Señor iba a hacerle caer el peso a estos culpables.

3

Mi abuela tiene alzheimer y no hace más que reírse todo el tiempo. Ante cada cosa, ríe. Siempre fue callada, recuerdo lo difícil que era dialogar con ella. Desde que murió su esposo y su hija menor esto se acentuó fuertemente. Ahora Madre y Tía se quejan de lo mal que está y todo el mundo familiar habla más de ella de lo que hablaron los últimos diez años. La enfermedad es el motor-sindrome de la reacción de todos ante mi abuela y ella no está más que riendo de todo y todos. Ya pasó la barrera: superó la voluntad de muerte. (Tampoco tiene conciencia de espera.)