21 may 2009

Estoy con los auriculares puestos, la música al caño, absorbido por el momento; la luz apagada y el reflejo gigante del monitor que me pega en la frente. Si apagara la música, ahora, escucharía quizá el noticiero del departamento de abajo, leves sensaciones de la calle ya que el portero está con la puerta abierta y haciendo de guardián, leves sensaciones también de la otra calle, ya que estoy en un contrafrente, bueno, escucharía ruidos de todos lados que formarían una maraña soportable acaso 15 de las 24 horas del día. Es preferible, ahora, no escucharlas. Refugiarse no es protegerse. Encerrarse no es escaparse. Desobedecer no es rebelarse. Ahora sería el momento para estar solo en una playa y no tener a nadie en veinte kilómetros a la redonda. Esto no es un para siempre. Es un momento. Atengámonos a las consecuencias. Se me figura estar solo en una playa por un rato ya que la semana pasada encontré tirado por la red un archivo de una entrevista radial a Shaman Herrera, músico comodorence que vive en La Plata. El entrevistador parecía un viejo extraño, que interrumpía las canciones de Shaman con poemas de él; escuché uno o dos y los empecé a saltear porque la forma de recitarlos era abominable. No sabía nada de Shaman y los hombres en llamas o casi nada, tenía los discos ahí sobre el escritorio, e iba preguntándole al tuntún. Shaman tocaba un tema, y el personaje preguntaba de qué iba la canción; Shaman respondía y él volvía a lanzarze con un poema. Por suerte algunos no eran de él y aparecía Lawrence Durrell o Gregory Corso (¿o Ferlinghetti?). En un momento, Shaman cuenta cómo desde Comodoro (supongo que desde Diadema) agarró el auto y se fue hasta El Límite, playa a las afueras, yendo a la frontera con Santa Cruz, donde la bahía costera es chiquita – limitada por dos cerros como acostumbran las playas de la zona– y en la parte del cerro derecho, ahí abajo ya en la playa, hay unas cuevas a las que se puede ingresar cuando baja la marea. Tengo el recuerdo, ahora, de estar en esa playa, de estar con mis viejos, y de que no me dejen ir a las cuevas por el hecho de la muerte. Siempre se corrió la bola de las personas que morían en las cuevas por quedarse atrapadas cuando la marea subía. Tengo también el recuerdo bobo de haber ido ahora, de más grande, y que el peso psicológico paterno caiga y que me haga decir que no, que para qué voy a ir a meterme. En eso Shaman cuenta que se fue en auto hasta la playa, una tarde. Que estaba solo, y que se metió en las cuevas. Ingresó y empezó a caminar; también lo dominó el miedo, pero supo enfrentarlo. (Quizá esto es difícil de figurarlo, pero vale la aclaración: la diatriba “el mar es traicionero” hace estragos en cualquier habitante costero; si uno ingresa en la cueva puede, intuyo, taladrarse fuertemente con la cercanía de la muerte y el mar, el vasto mar luchador y furioso, como asesino natural.) Caminó y caminó en la cueva, hasta que se dio vuelta y el mar, a lo lejos, con su música repetitiva y uniforme, lo tranquilizó. Cuenta que ya no tuvo miedo y, por el contrario, sintió una calma maravillosa, de esas que detienen el tiempo y uno tiene la seguridad o imagina que lo único que está pasando es el volver a la vida, a la vida como algo maravilloso (sensación que vamos desgastando, o tal vez olvidando, con el correr del tiempo). El principio de la cueva le construyó un marco fenomenal: desde adentro y en lo profundo podía ver algo de arena, podía avistar gaviotas, podía jugar a que los puntos negros en el mar fuesen patos, hecho comprobable al salir después a la luz. Ya no recuerdo cómo terminó la entrevista, pero sí recuerdo que sonó El Primer Color, ahí donde Shaman tiñe de rojo la tierra, la sangre en la arena; ahí donde somos el uno y el otro, donde la canción es digna de la mejor interpretación antropológica. El rojo, primer color de todo. Y ahí dentro, pude ver las playas. Silencio, lo toco con las manos. Y el rojo, lo huelo en el aire. Perfectos, son todos estos rostros. Besalos, que yo te los regalo. Entreabro los ojos al mediodía. Y es rojo, el horizonte es rojo. Soy solo, soy uno y soy el otro. Soy rojo, mi voz destiñe otro. Ahí donde pisamos, ahí donde estuvo el otro, ahí donde la colonización hizo estragos, la violencia y la matanza como bandera, en nombre de la civilización, de una supuesta evolución. Pero acá estamos; somos el uno y el otro. Las ideas dominantes de una época, son las de la clase dominante, al decir de Marx.

18 may 2009

Y ahí estoy, como un tonto superado, pensando en que lo que hago, hoy, está bien. Ahí estoy, machacándome contra la pared, desfigurando mi rostro, interpelando mis verdaderos deseos, obstaculizando lo que erróneamente algunos llaman camino. Estoy, pero no estoy, porque deambulo como un fantasma, me aparto continuamente de lo que intento ser, me regodeo cuando algo tan pequeñito sale bien, me entristezco cuando algo también tan chiquito, sale mal. Ahí estoy y ahí estamos, en la nada misma, en esta cosa plástica que yo no sé definir y vos, que es peor, no llegas ni a verla. La cosa artificial, que nos rodea en busca de compañía, de unirnos, en una sinrazón apabullante, destilando ausencias, ausencias, ausencias. Ahí estoy con treinta años una vida boludita y vos sin poder verme, fortaleciendo mi identidad de hormiga. Acá estoy temblando sobre las palabras y vos que hace sólo un rato me contabas de tus historias pasadas y de tus amores y de cómo te dejaron y de cómo dejaste y yo, con la cara de piedra, el cigarrillo infumable tragándomelo todo, la sonrisa latosa, que ya me conocés hace un año y aún no te avispas de que no está todo bien, de que yo ahí me estoy sabiendo perezoso, incómodo y deseando cualquier otra situación, la que sea. Ay, el amor, tan distinto a las atrocidades individuales, tan diferenciado de la vida y la muerte, que golpea a destellos, bien, te digo, ahí me contabas cualquier horror de lo que pudiera haber sido tu vida en determinado momento, y mi cara de piedra se hubiera transformado en simplemente mi cara, la única que tengo y puedo mostrar cuando sólo soy yo... Pero no, nos enfrascamos, juntos, en lograr desconocernos en presencia; me trago el salivazo cuando en una especie de egolatría deprimente te afirmo cuánto perdí cuánto salió todo mal cuán mal estamos qué perdido está todo. Haces oídos sordos y eso termina gustándome, trato de cobijarme en tu lerdo y mínimo cariño, en tu forzosa búsqueda de compañía. Y ahí estoy, con mis años, vendiendo mi fuerza de trabajo atendiendo clientes (sonrío ocho horas con el ánimo por el piso), para después, en la infernal ciudad, esquivar individuos que se parecen a Frankenstein, llegar y esperarte ansioso sin poder ni siquiera calmarme y al vos venir, tarde y sin ganas y con una obligación que se parece a la que yo tengo con el supermercado, repetir lo que repetimos hace tiempo, el intento de conocernos un poco más, sin destino, como dos lagartijas en el desierto. Y ahí estoy y te bajo a abrir la puerta, no te enojes que me voy, me decís, ya no recuerdo qué contesto, pero camino famélico a tu costado, en silencio y en una búsqueda que intenta buscar las palabras para después acomodarlas en la oración y que no, no están, no hay posibilidad de ser determinante, escojo el silencio y vos lo único que repetís es que no me enoje. Te sigo diciendo que no y nos despedimos; la repetición de la cadena sé que se seguirá dando en las próximas semanas, por decir algo, por decir cualquier cosa, por en vano dejar la marca de que el ideal de construcción que mañana al caminar me guiará la sonrisa es falso, es mentira, que es barro amoroso del porvenir idiota que acumulamos a la par del descuento de los días.