20 dic 2007
Viaje
15 dic 2007
Bob Dylan en Argentina
(Obvio que Clarín asegura mucho, pero no sé, en esta lo banco, la firmó Diego Lerer, que eso no quiere decir absolutamente nada, pero bueno, ya está.)
12 dic 2007
Y ahí vino él, domingo siete de la tarde, borracho, con aliento a whisky y los ojos desorbitados, derecho a cagarme a pedo. Sonó el timbre; acá estábamos limpiando. Yo el living; N., la cocina.
–¿Eh? ¿Quién es? –dije desde atrás del sillón, mientras barría la suciedad estancada desde hace tiempo.
–José. Abrí –dijo el portero, que me tocó el timbre no más de dos veces en cuatro años.
Antes de abrir pensé en eso, en por qué me tocaba el timbre, por qué un domingo a las siete de la tarde, por qué. Qué hice yo. Qué hicimos nosotros. (Desde el primer momento supe que la noche anterior había puesto música y estuvimos acá en el agobiante departamento un grupo de no más de seis personas, hasta, más o menos, las tres de la mañana.) Accedí a abrirle y sus nervios daban más pánico que su intrigante interés por la vida de todos los inquilinos del edificio donde ejerce de guardián hace más de doce años. Porque sí, porque siempre sentí la mirada de José, la mirada siniestra y oculta y espía de José, que sabe qué hago, a qué hora me levanto, a qué hora me baño, si estoy con una chica o no, si estoy de humor o no. Porque él sabe todo. Como nadie. Porque él está en la entrada del edificio desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche, y cuando no lo está, mira por televisión, canal 98, cámara de la entrada. Así lo descubrí cuando un día le pagué las expensas a eso de las diez y media de la noche porque me dijo que tenía que ser sí o sí ese día, así que le toqué el timbre y me hizo entrar. Cuando se dio vuelta di dos pasos hacia delante, donde estaba su cama, y enfrente estaba la caja negra en silencio con la cámara del edificio. Esto fue hace dos años y, a mí, me dio mucho miedo. Porque sé que su ojo siempre está, y bueno, esta vez vino él a mí, borracho, con aliento a whisky y los ojos desorbitados, sí, con su bigote espeso. Y mi sorpresa fue mayor; el miedo disminuyó e intuí que nada pasaba, que José estaba solo, muy solo, que José necesitaba charlar con alguien, mentir sobre mujeres, contar alguna historia de los setentas, contar de putas dominicanas del Once como lo hizo. Con la excusa de la música, claro.
–Te reís muy fuerte. ¿Sabés como se te escucha? Todo el tiempo. Tenés que reírte más bajo –me dijo.
-Sí, José, está bien, perdoná, no me puedo controlar, todavía no se me va la costumbre de la casa –le dije, mientras prendía un cigarrillo por los nervios y, acto seguido, le convidaba uno.
Sólo fue esta acotación con el tema del ruido. Después se lanzó a hablar, y hablar, y hablar. Me tranquilicé. No era más que un hombre solo acechado por el silencio, pensé.
De pronto empezó a mentir.
–¿Sabés que tengo un montón de amantes yo? Igual ahora no me animo. Hay una acá en el edificio de al lado de diecisiete. Me meten preso. No sabés las ganas que me dan. El portero de enfrente me hace así, con las manos, como signo de esposas, cuando ve que ella viene a saludarme. Estoy hasta las manos.
Pensé que se iba a dar cuenta que íbamos más de media hora parados y ni siquiera lo invité a sentarse. José, tenemos que seguir limpiando, le dije. Bueno, chicos, está bien, yo me voy, no los quiero joder, ustedes son como dos hijos para mí, yo los quiero a ustedes, chicos, por más que no se los diga, dijo. Se fue. Después, cuando fui al lavadero, me acerqué a la ventana y saqué la cabeza. Se oía un folklore que salía de su cuarto, abajo. Tenía esperanzas de que esté cantando, pero no lo hacía. Al rato, volví. Y silbaba.