28 feb 2008

"No sé qué es más inquietante, el hecho de que falte el resto de la estatua o que tenga cuatro dedos" (Sayid)

El último capítulo de la segunda temporada de Lost acaba de terminar. Acá me tiene, Lost, encerrado por las noches. Acá me tienen, apretado de las bolas, Sayid, Locke, Sawyer, Desmond; para nada Eko y lo bastante Claire. Caí en las redes de la serie, por lo que veo en este mismo instante. Escucho la puerta del vecino de abajo. Tiene más o menos mi edad y no pasé del hola qué tal en cuatro años. Pobre, pienso, la madre no lo deja fumar en su departamento. Sale a cada rato; ahora está de vacaciones universitarias, seguramente, o quizá toda la noche estudiando, pero siempre sale, cada una hora, a fumar a la puerta del edificio. La última suele ser a esta hora, bah, el límite generalmente es a las seis. Yo lo sé porque escucho sus portazos. Sus portazos que dicen mamá acá estoy algún día me vas a dejar prender mi cigarro. Algún día este portazo te va a hartar. Quizá ya se acostumbró, pero su expresión demuestra lo contrario. Hace calor y no voy a empezar la tercera temporada ahora porque tengo sueño. Hoy caminaba por Santa Fe y encontré una librería llamada El Astillero, como el libro de Onetti. Había bastante gente; yo no iba a comprar nada, sólo miraba, ojeaba los estantes y sus contenidos. Se empezaron a ir todos, yo leí las contratapas de unos libros de Lowry que encontré. Ultramarina, su primera novela, y otra novela más que no recuerdo el nombre, y sú último libro, uno de cuentos. Después los dejé y me puse a ver las ediciones locales de editoriales chicas de poesía, que siempre hay algo nuevo y está bueno ver qué aparece, de curioso nomás. Se me acercó el dueño, que era joven y quizá sólo era empleado pero está bueno pensar que él es el dueño. Estabas viendo algo de Lowry, me dijo. Sí, le dije, no había visto nunca libros de él. Le dije sobre Bajo el volcán y le conté que me había fascinado y que también fue muy denso y me costaría por ejemplo ya agarrar nuevamente otro libro de él. Me dijo que Bajo el volcán te deja esa sensación y que después se pasa. Sonrió un poco y después vino y me habló de Francisco Madariaga. Tenía un poco de plata y me terminé llevando un libro de él, que era lo que me alcanzaba, y no otro de Lowry para guardarlo y que él espere al acecho en los estantes para ser revitalizado.
Pienso en este tipo de escritura y no sé adonde va, adónde se dirige, qué pretende hacer. No es lo que importa en este momento. Tampoco es claro lo que importa, no pretende serlo, no lo busca. Se largó a llover de la nada. Seguramente mi vecino ya entró a su departamento. Mi ventana está abierta y la PC cerca. Siempre pensé que algún día se mojarían los cables y esto estallaría. Nunca pasó, ojalá que no sea hoy el día. A luz de velador leeré algún retrato correntino por Madariaga, si llego con el sueño. En no más de veinte minutos me voy a dormir; por suerte no voy a llegar a tiempo para arrepentirme y culparme de escribir estas estupideces.

17 feb 2008

Viejón

La memoria, últimamente, nos juega una mala pasada; algunos opinan que es obvio el porqué; otros aseguran que es normal. También están los que hablan de la retención esencial, aquella que sólo registra el suceso, acaso importante, para almacenarlo y desfigurarlo a la par de la carrera en la que compite el tiempo. En esta carrera, Carlos –Carlos a secas, Carlitos, El Viejo de la Bolsa, pero nunca El Linyera– supo no detener el tiempo sino eliminarlo. A Carlos se lo escuchó hablar muy poco; yo nunca lo escuché, pero suelo pensar que no conoció el tiempo como lo conoce cada uno de los integrantes de Rada Tilly, pueblo donde nació y murió.

Teníamos ocho años y solíamos jugar a la pelota en el patio del fondo. Por esos años, todo el patio era césped, no había cachivaches tirados y el espacio era sumamente confortable. Detrás de este mismo patio se encontraba la casa abandonada. El bungalow abandonado, devenido en inmobiliaria por estos días. La antigua casa de Charly (todos lo llaman diferente; en este texto aparecerán, por momentos, todas las voces) estaba caída, llena de basura y había una cantidad de perros que ningún hombre libre, fuera de un criadero, pudo haber poseído. El problema, si se lo puede llamar así, a nuestra edad, era ese: si la pelota volaba sobre el paredón, caía en el refugio de Carlitos. Ahí empezaba el piedra papel tijera, el te toca a vos, y sus derivados, para decidir quién iba. Un día, quizá un cuatro de enero o un diez de abril, me tocó a mí. Trepé el paredón, agarré la pelota y la lancé de nuevo hacia el patio. El miedo, o supuesto miedo (los rumores sobre él nunca fueron malos, pero siempre existieron los niños crueles que imponían por sobre los demás un Charly aterrador y quién sabe qué otras tantas cosas) no logró dominarme y me animé a lo casi exclusivamente único que ocupaba mi cabeza cuando me acostaba todas las noches y espiaba por la ventana de atrás, para comprobar cosas como si Carlos se sentaba en mi paredón, espiaba la casa, se imaginaba ser padre o hijo o ser yo y pasar nuestros –porque sí, aquellos días fueron de los dos– momentos juntos en silencio, atados en algún punto y separados por un paredón. Aquella tarde entré y sentí un frío en los huesos, ese mismo frío que ahora recuerdo sólo cuando estoy delante una chica y no sé de qué hablar –aunque aquél frío, tergiversado por la memoria y los pocos recuerdos de la infancia, cala más hondo. Ahí lo conocí. Claro que no hablé, ni dije nada, sólo me quedé helado y nos miramos; él estaba sentado junto a unos seis perros que revoloteaban por su ámbito y fumaba uno de esos cigarros que nunca nadie supo qué contenían, porque parecían armados clásicos de tabaco –aunque algunos supieron decir que fumaba palitos de madera. La kioskera me confesó por aquellos años que le regalaba de vez en cuando varios paquetes, aunque todo seguramente se dijo sobre lo que fumaba él.

Carlitos murió y yo me enteré tarde. Todos crecimos junto a él. Familia, amigos, conocidos, compañeros de clase, todos. Yo con 12 años volviendo a casa de la escuela, al doblar la esquina de la ferretería, Carlos sentado junto a un perro, fumando, su ropaje negro y sucio, su barba blanca y larga, su eterno gorro negro y, claro, la mirada furtiva y sabia del que calla. Yo con 16 años volviendo a las siete de la mañana del boliche, bajando en la parada, caminando a casa esas dos cuadras y Carlitos, el Eterno, sentado siempre en su lugar. También tuvo otros lugares (aunque nunca tan legendarios como la esquina de la ferretería, con vista hacia la ruta de entrada al pueblo –en algún punto Carlos sabía todo de todos y él, dotado del sentido de la vista más agudo, se infiltró como un dios invisible en su propia novela–): el paredón pegado a la panadería de El Asfalto –quedó su nombre así al ser la primera calle asfaltada del pueblo–, el almacén Valle Medio y algún que otro rincón de por ahí, nunca con tanta validez como su reposo de la esquina de la ferretería en la esquina de casa.

Cuando volvía a Rada Tilly después de un año, y veía a Carlitos, notaba su envejecimiento. Pero por otro lado siempre estaba igual, al ritmo de los años Carlos se había congelado, como si el fuera el ojo que calcula cuántas casas de más se construyeron a lo largo de un año. Pero este año fue diferente. Carlitos murió en el frío invierno del año pasado; su cuerpo no resistió más. Calculan sus años pero nadie los sabe; los rumores de su familia de antaño son muchos pero nunca se esclareció nada. Ahora unos amigos hicieron un stencil de él y quedó retratado en las esquinas. Toda la evolución del pueblo seguirá conociéndolo. El otro día me detuve a mirarlo. Me vio el ferretero, don Juan, que me conoce. No lo voy a borrar, quedate tranquilo, me dijo. Reí tímidamente y le dije lo sé.